Desde el momento en que llegué a nuestra iglesia, sentí un abrazo de amor que me envolvió como un cálido manto. La acogida que recibí no fue solo de las personas, sino del espíritu mismo. Cada rostro sonriente, cada mano extendida, me hizo sentir que había llegado a casa.
En nuestra liturgia, encuentro un oasis de paz en medio del caos del mundo. Los ritmos familiares de las oraciones, el aroma del incienso, y la belleza de los cantos me transportan a un espacio sagrado donde el tiempo parece detenerse. Aquí, en la presencia de Dios y rodeado de mi familia en Cristo, mis cargas se aligeran y mi espíritu se renueva.
Este amor, esta acogida, esta paz... son tesoros que llevo conmigo cada día, recordándome que soy parte de algo más grande que yo mismo, una comunidad unida en fe y amor.
María González , Laica